Los paisajes del territorio fueron el escenario en el que brotó la afición por la fotografía del joven Joan Moltó Rando, con raíces familiares en Calamocha, el pueblo natal de su abuelo Julián, con el que le mantiene unido

Corría el verano de 2003, hace ya 20 años, cuando salíamos mis padres y yo en un antiguo, pero bien conservado, Ford Escort desde Barcelona, una calurosa tarde de agosto, rumbo a Calamocha. “El pueblo”, que tan lejos y desconocido parecía entonces para un niño de apenas 9 años.

Un viaje por sinuosas carreteras en el que se hizo inevitablemente de noche. Con el buen criterio que le caracterizaba, mi padre decidió hacer noche en Alcañiz, para proseguir con el viaje tranquilamente la mañana siguiente, aprovechando la fresca matutina para parar y visitar encantadores pueblos en el trayecto: Calanda, Alcorisa, Montalbán…

Mi abuelo materno, Julián “el poyero”, después de años alejado de su tierra natal, que tuvo que abandonar para buscar un mejor futuro laboral en la posguerra, decidió en 2002, ya jubilado, volver a sus orígenes. El verano de 2003, orgulloso de su pueblo y su nuevo hogar allí, fue el momento de acogernos por primera vez y hacer de su pueblo, el nuestro, el mío.

Recuerdo esos siete u ocho días como breves, con muchas excursiones “típicas”: Monasterio de Piedra, Albarracín, El Pilar… Por aquel entonces, como casi todos los niños de esas edades, no era “amigo” de que me hicieran fotografías, tampoco valoraba los recuerdos que ellas pudieran contener para un futuro. Lo veía como una pérdida de tiempo, incluso odiaba que mis padres se pararan todo el tiempo a tomarlas.

Sin embargo, sí que hubo algo -que no podría definir exactamente con palabras- que me dejó marcado, que me absorbió y me indicó que, al igual que mi abuelo, con los años me haría estar orgulloso de “el pueblo”. No sería, ni mucho menos, una sensación aislada de aquel verano. Quizás sus paisajes, aunque era muy niño para apreciarlos, quizás sus gentes, su ambiente…

Se fueron sucediendo los veranos y con ellos las visitas al “pueblo”. Éstas cada vez eran más extensas en el tiempo, hasta el punto de pasar gran parte de julio y agosto con mis abuelos allí, así como empezar a frecuentarlo también en Semana Santa, sintiendo en primera persona el particular “polo de frío”.

Llegar al pueblo era cambiar el chip. El ritmo frenético de la ciudad se frenaba en seco. Largos paseos con mi abuelo: por “la Vega”, hasta llegar a “El Salto”, recorrer las interminables choperas, meriendas en la fuente de la Cirujeda, sentir el cierzo y el característico aroma a tomillo pisando lo que medio siglo antes fue un aeródromo militar… Esos cambios de chip, asociados a cada visita a Calamocha, me llevaron a darme cuenta de lo equivocado que estaba de más pequeño, cuando no quería “perder tiempo” en tomar fotografías. Allá por el 2009, con mi primera cámara compacta, empecé a inmortalizar todos aquellos paisajes, corrientes para los locales, pero singulares para los forasteros.

Fue esta tierra de contrastes la que me despertó mi afición por la fotografía, la cual se fortalecía aún más en cada visita. De los verdes maizales de la Vega, a los tonos ocres de los cereales de secano y el amarillo de los girasoles, en pocos centenares de metros… De los abundantes caudales y prominente flora en la Ribera del Jiloca y todas sus acequias, a los rojizos y escarpados despeñaderos de los “Tollos” camino a Navarrete, cual desierto de Arizona… Todo esto, por sí solo, ya describe una perfecta composición fotográfica.

En 2024, aún me sigue ilusionando cada visita al pueblo tanto o más como a aquel niño de 9 años. Siempre con la esperanza de encontrar un rincón, una perspectiva, una composición fotográfica inédita hasta el momento. Una tierra que nunca defrauda al que la mira -y admira- con la humildad y orgullo que un abuelo inculcó a su nieto y que este último percibe, aún sin su presencia, que le mantendrá unido a él de por vida.

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