No pudo ser. Lo intenté con insistencia pero las compactas y oscuras gafas de Víctor Erice me impidieron ver sus ojos, o mejor dicho, la verdad de su mirada. Ocurrió en el pasado Festival de Cine de San Sebastián, cuando recibió el merecido Premio Donostia por su exquisita producción, luminoso faro del cine español y mundial. Mientras hablaba en el escenario, yo escudriñaba cada uno de sus gestos de agradecimiento, será que todo en él siempre se me ha antojado enigmático, un misterio tan atractivo como perturbador. No se excedió, no fue necesario, como tampoco precisa hacerlo en los rodajes: las palabras esenciales en el marco perfecto, no hay más.

Las secuencias o imágenes de sus películas bien podrían ser instantes detenidos en el tiempo como cuadros, uno tras otro, espejos de belleza y de calidez. Bastará con recordar una de sus escenas más conmovedoras, la de la niña y el monstruo a la orilla del lago: los enormes ojos de Ana Torrent, a la vez que nos sumergen en un océano de emociones, observan al tierno personaje y se pregunta no sabemos qué ni por qué. No importa demasiado, boquiabiertos e inocentes como la niña, ya estamos conmocionados… Y qué decir de esa forma de plasmar el color de la penumbra, luz huidiza del dorado atardecer, en ese momento concreto en el que Teresa Gimpera, madre de Ana, se nos revela imperturbable escribiendo una carta. Resulta complicado saber a dónde nos traslada el cine de Erice, pero sí me atrevo a asegurar que de su mano he visitado paisajes íntimos desconocidos para mí. Lo reconozco, a mí no me sobran palabras, más bien me faltan para descifrar tanta maestría y tanta sensibilidad combinadas en un solo universo, en una sola mirada.

Isabel Pascual Cebrián. Profesora en el colegio Montessori

Comparte esta Noticia

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *