Me hablan la luna y el agua, la noche y la tierra, madre. Escuchando
a Poncia en el teatro siento de nuevo emociones que me
llevan a lugares especiales. Federico siempre ha sido uno de mis
poetas preferidos entre los olímpicos, es cierto, pero además le reconozco
una facultad que los demás esconden: ese sentir andaluz
que palpita en su verbo de una manera arrebatadora.


Como ningún otro dibuja con palabras el miedo y el arrojo o el
deseo y la resignación de los hombres. Nadie como él sabe leer los
recovecos del alma femenina, las alegrías pero sobre todo los anhelos
y las tristezas que esta calla sumisamente en el hogar. Qué no
hace decir a las mujeres protagonistas de sus tragedias: la Yerma
que llora la amarga soledad de su vientre o la Adela que aguarda la
noche, yegua desbocada pateando las paredes de la cuadra, para
reunirse con su amante.


En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento
de la calle dice la dura Bernarda tras la muerte de su marido, palabras
llenas de dolorosa autoridad hacia sus cinco hijas. Entonces
todo se vuelve del color del luto y de la pena, las mujeres gimen y el
tiempo consume el rubor de sus mejillas entre negros hilos y ventanas
cerradas. Cuánta belleza reunida. Federico me sabe a luna llena
reflejada en los verdes ojos de una gitana, a agua que se deshace
entre mis dedos buscando su deriva, a noche que todo lo cubre, hasta
el pecado de amor más grande, y a tierra, a tierra seca mojada
por la lluvia. A eso me sabe Federico, madre.

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