A mitad del rabal, en realidad calle Ramón y Cajal, quien en su
día y por motivos de salud excusó su visita a la villa a la cual había
sido invitado con el fin de estar presente en la inauguración de la
calle que le dedicaron, se encuentra El Covirán.


Saludo al último de los Sidrines, parapetado una vez más cara el
sol en el cantón de la calle Ingenio al pie de su portal, no me ha visto.
Ni un alma por la calle salvo dos mujeres musulmanas muy elegantes
que parecen de vuelta del Barrio Bajo. Ninguna cortina se
abre a nuestro paso, nadie nos observa, si te caes de tus pies, pienso,
igual no te encuentran hasta el día del chupinazo. La funeraria
pasa vacía, algún sitio irá, pues no da puntada sin hilo, me saluda,
ahí viajó mi padre desde Monreal para llegar a donde ahora está.
Alguna obra en marcha en las pequeñas casas que compran y reforman
los emigrantes porque nadie parece quererlas, rompe el
silencio, poco a poco tal vez el rabal recupere la vida, lo veremos,
lo verán de nuevo brillar. Casas estrechas, sin garaje ni casi corral,
enraizadas las unas con las otras.

Por todas anduve de zagal.
Covirán es una empresa de supermercados de Granada, quién
iba a pensar que de tan lejos vinieran en su día a dar vida al rabal.
Única tienda como tal, supermercado, que queda. Solo abre por
las mañanas, lugar al cual se han propuesto mantener con vida los
pocos rabaleros que aún conservan la suya propia a la espera de
dar el mango. Porque nadie se quedará en ningún cornejal de esta
maravillosa tierra para plantero. Convertida en una tienda de las
de antes, un templo, lugar de paseos, olvidos y capazos, de aquellos
días de cuando no había congeladores ni enfriaban las neveras, y
se salía a diario a mercar. Unos metros más abajo la panadería,
olor a vida, el horno de Carlos el Churro y el Bar del Mínino, y ya
está, se acabó el mundo conocido, orlado por una mezcla de casas
viejas y muy viejas donde apenas se adivina algo de vida.
Inevitable recordar mientras caminamos hacia el Covirán.

Vengo de Zaragoza de paso a Castellón y he entrado a dar vuelta de
mi madre, quien hoy anda más despacio que yo, lo cual hace relativamente
poco que sucede. Recordar lo que veía cuando cincuenta
años atrás salía con ella a comprar en esa misma calle, que a mí
me sigue pareciendo en su renglón torcido el rincón más bonito del
mundo, rabal de Calamocha, ¡si yo pudiera darte el mar!
Cara El Poyo estaba la tienda de Serrano, incluso quiero recordar
otra tienda frente a la gasolinera en los bajos de los pisos de
Rubio, y del barrio las Escuelas cara el Peirón la tienda de Rafael y
la Paca, quien también subía a vender a Los Camineros, la palabra
ultramarinos lucía en su fachada y don Juan en clase nos había
explicado su significado y yo creía que todo cuanto había allí llegaba
de América porque nosotros en España éramos pobres y no
teníamos de nada. La pescadería de la Paca y el Figura y su taxi, el
bar de Santos, la carnicería de la Lucía y el Gato con sus cabezas de
cordero y su carne de oveja, manjar olvidado, la barbería de Máximo
que acabaría sus días en la calle Escuelas, donde por unos años
tuvimos hasta estudio de fotografía con el dicharachero Enric, los
relojes y tebeos de Santiago, las motosierras de Paco, la peluquería
de las hermanas Colás, la tienda de Carlos el Pipero, a todas horas
abierta, la tintorería, el almacén del pobre Félix, coches y motos
en venta y otras muchas que ya no recuerdo por su nombre. Decididamente
sí, para el Rabal
cualquier tiempo pasado
fue mejor.


Sin más Antonio el Mínino
la pasada fiesta del Santo
Cristo desde la puerta del
bar uno a uno me fue nombrando
los negocios, oficios
perdidos, que había tras
cada una de las puertas
hasta donde le alcanzaba
la vista, carretero arriba y
abajo. Imposible recordarlos
todos, necesitaría el periódico
entero.

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