De tanto usarlo, dice la soberbia canción de Manuel Alejandro.
¿El amor se rompe?, me pregunto. El amor se agota o no, se mantiene
en el tiempo y se cuida con mimo a pesar de que tanto desvelo
conlleve cierto, con frecuencia demasiado, abandono de los propios
ideales, esos ideales que mientras somos jóvenes nos empujan
a atropellar la vida sin miramientos. Yo lo recuerdo. ¿Y tú? ¿Te
acuerdas de aquellos momentos en los que el éxtasis del amor, el
incendio de la pasión y el ardor del deseo inundaban de luz y de magia
nuestras insignificantes y anodinas vidas? No había nada más
en el firmamento: el cielo siempre era azul y el sol lucía espléndido
solo para ti y para mí. Qué íntima felicidad.
El amor se rompe o no, se viste de amistad, de cariño y de anhelada
compañía que aguantan envite tras envite el cansancio y
la soledad de la vida rutinaria. Y es que el invierno llega, sigue la
canción. ¿Cómo hacer para que, cuando ya han caído las hojas de
la monotonía y el frío del desencuentro nos congela el alma sin piedad,
siga siendo primavera? Dímelo, corazón, si puedes.
¿A dónde fueron los besos robados que nos dimos y los que quedaron
suspendidos en nuestros labios? ¿Dónde está tanto loco abrazo
que durante un único instante, pero qué instante, nos hacía ser un
solo corazón palpitando en un solo cuerpo? ¿Cuándo se apagaron
las ciegas ganas de buscarnos, de encontrarnos y de tenernos el
uno al otro? Será, quizás, que lo bello ha de ser perecedero para
que el tiempo que todo lo corroe no lo devore, será que ahí radica la
pureza y la grandeza del amor.
No lo olvides: mientras el amor fue, tú y yo fuimos. Fuimos inmortales.