Viene ahora el autor en su faceta de cronista a dejar constancia de un hecho acontecido antes de su nombramiento, con posibles tintes de carácter histórico como lo es el que tal vez sea el primer rescate por parte de los bomberos de la villa de un gato en un árbol, en concreto de una gata siamesa en un pino, allá en el camino del Gazapón cara la Cangrejera, hoy señorial Avenida del Poyo del Cid y que le fue narrado la noche del pasado 14 de agosto inicio de San Roque por sus protagonistas: la calamochina María José Royo y su marido Manuel Colás, quien vino a llevar la voz cantante y triste en el recuerdo a aquella pobre gata que casi dos décadas atrás colmó de gozo sus corazones y en especial el de su pequeño David.


“Un día van y nos dicen que, si queríamos una gata, ahí la tenéis, siamesa, pues hala venga, tráela. Y va pasando el tiempo, le vas tomando cariño y te vas fijando y piensas: pues si parece que no crece, pues si parece que esta arguellada, pues no es poquismo torpe que anda dos pasos y se cae. Cuando crecen débiles aún te encariñas más. Pasaban los meses y salía por la terraza y veía las escaleras para bajar al corral y bajaba una y el resto rodando que era muchismo torpe. Luego cogió la marcha de asomarse a la barandilla y dejarse caer.


Tobias (el perro) se partía de risa. Como diciendo: ¿y esta tía donde va? Un buen día, resulta que no la vemos y ande está la gata, y la gata que no aparecía. Nos vamos a la cama y se empieza a sentir: miau, miau. Redios. Y David que nos agarra un choto que se encana. Nos asomamos y se había subido la tía al pino del corral del vecino, o sea, no subía las escaleras del corral y había saltado la tapia y trepado hasta la copa, no dos ni tres metros, media docena.
Y los vecinos no estaban. No pegamos ojo. Oye pues cuando el animal tenga hambre o sed bajará, pero pasó otro día y otra noche en el pino y aquello no tenía final. Claro que en nuestros tiempos, le hubiera tirado cuatro pedradas y al final habría caído, pero si hoy me ven tirando piedras, acabo en el cuartelillo.
Así que a media tarde camino de la tercera noche, con David llorando a moco tendido: ¡qué vas a hacer papá, que vas hacer! Le eché coquines y llamé a los bomberos, no me quedaba otra, estábamos acorralados, no había forma de callar a ninguno de los dos.


Buenas me pasa esto, pero no se ría cuando se lo cuente. “Avise a los vecinos que den permiso”. Al momento, todo el parque de bomberos en la puerta, dos camiones, dos coches, los municipales, la Guardia Civil también se acercó y un montón de gente paseando que se paraba a oler.
Yo pasé el peor rato de mi vida, colorao como un tomate de vergüenza, luego el bombero tira a subir por la escalera y yo pensando: este se estozola, se parte la crisma por salvar a la gata. Salimos en la Sexta y me ponen a parir. Al final llega, la agarra y tira a bajar, yo ya no podía ni respirar y todos aplaudiendo y luego todo el cuerpo haciéndose fotos, porque era el primer gato que rescataban: “mis hijas me decían que, si había rescatado alguna vez un gato, ya verás cuando se lo cuente, van a alucinar. Muchísimas gracias por llamar”.


Menuda era la señorita de camandulera, dos o tres días después: ¿ande esta la gata? ¡En el pino otra vez! Y David llorando como una magdalena con todo lo grande que era. “Papá llama a los bomberos”. Si, en eso pensaba yo, dos noches se cascó y se ve que a la tercera al ver que no venían los bomberos a hacerle fotos se bajó.
Fue una desgraciada toda su vida. Con deciros que cuando estaba de maullo ningún gato se le acercaba. Un buen día -viviría dos años- vimos que no se levantaba y la que no se levantó.

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