El silencio es absoluto, casi estremecedor si lo comparamos con un mes atrás. Ni un alma por la calle. Puedo oír las moscas que rondan las ventanillas del coche abiertas por la calorina. Es la una de la tarde del lunes 9 de octubre del 2023, fiesta en Valencia, y estoy aparcado en la puerta del Hiper Calamocha, donde por cierto tienen a la venta un montón de productos de la empresa donde trabajo que harían que las moscas se jopasen a escape. Aguardo a mis hijas, quienes después de recorrerse todos los chinos de Castellón y cuarto y mitad de los de Valencia y Zaragoza han llegado a la conclusión de que aquí en su pueblo -¿dónde iba a ser si no?- venden la mejor lana para tejer.

Vamos camino de casa tras pasar el fin de semana en el Charco con la abuela y aburrirnos de lo lindo en el pregón del Pilar, dentro de unas fiestas tan calurosas como las de San Roque. Adolece el frío y el cierzo de cuando uno era joven y por estas fechas estaba en la universidad. De primeras habíamos pasado un rato estupendo a pesar del motivo en Peldaños Corbatón, visita obligada cada tanto para encargar la lápida al cuñado, quien con prisa y sin querer nos dejó en agosto de este año, que habría cumplido sesenta. Al tiempo hemos de renovar las viejas tumbas en tierra de Navarrete. De paso a su vez, por el cementerio de Calamocha, las coronas marcan los nuevos muertos y pienso una vez más en fotografiar una a una las lápidas del cementerio viejo, las del nuevo no sé si podré hacerlo: nombres conocidos, fechas vividas, dolor.

Entre tanto el silencio del día se rompe cuando pasamos por la Aragonia y entra poco después un puñado de madrileños, a mi ver algún autobús había parado unos metros antes. Dijeron estar de turismo por la comarca y hoy era el turno de Calamocha, lo mismo que dijeron que la lotería siempre cae en los pueblos y que eso de que toca en Madrid es un camelo más de los de la capital y allí estaban ellos para afirmarlo, llenos de ilusión, no dudaron en comprar más lotería que jamón. Junto a ellos, algún francés despistado, de esos que bien saben dónde van y aún conservan el español de sus abuelos exiliados y van cara el sol de Alicante. Vagaban también otros por la vieja carretera amen de un par de matrimonios cámara en mano, coches camino de Valencia y los bicicleteros que no pueden faltar y que a buen seguro terminarían durmiendo como dioses en Fuentes Claras.


Pero como todo, el efímero ruido desaparece y volvemos a quedarnos solos, la casa ya está cerrada de cara el invierno, su olor al abrir la puerta así lo delata, tan solo damos vuelta de ella, aún podría echar allí un café, pero no un rosquete, me pelaría de frío y queremos tomar uno antes de salir, lo cual hoy por hoy no es nada fácil. Pienso en los lugares que había para tomarlo, cuando despertaba a la vida, el bullicio de la gente, de partidas de guiñote y farias, de idas y venidas antes de entrar a trabajar a las tres, coches, bicis, y motos. Ahora todo eso parece haber desparecido. Cansado, prescindiendo de la carretera nos acercamos al Peirón, el Amariello está cerrado y en el Chato, aunque abierto, no veo al Rey, a mi quinto José Antonio Cetina, sentado en su terraza, hubiéramos charrado y reído. Es entonces al aparcar cuando veo que alguien entra en La Taberna y nos vamos detrás. Por fin, me siento como en casa y puedo descansar, un café con hielo, ¿a dónde iremos a parar? Yo que he visto nevar por el Pilar. Cafés el Hornero, no cabe mayor felicidad, la mejor de mis medicinas. En una mesa, una niña hace los deberes y pregunta dudas. Tierno y maravilloso. Llenamos el depósito de gasoil, tomo nota de los precios para la crónica como cada fin de verano y, con una barra de pan de Ateza bajo el brazo y un trozo de blanquillo ibérico más salao que la madre que lo parió, nos volvemos a Castellón para sopar unas tajadas antes de que llegue el frío, bueno el fresco.
Fin.

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