Pronto hará un mes. Mientras cenaba oí una noticia que, aun esperada, me sobresaltó y por un momento me agarró demasiado fuerte el corazón: el cantautor Sixto Rodríguez, ídolo en Sudáfrica y Australia en los 70 sin saberlo él mismo, ha fallecido a los 81 años. Ni más ni menos, otro obituario.
Reconozco que todavía tengo el músculo algo dolorido a pesar de que han transcurrido tres semanas. He revisado el documental sobre su vida premiado con la dorada estatuilla en 2013 y mis pupilas se han bebido sus fotogramas ahora avanzando, más tarde regresando al inicio del mismo para no olvidar el más mínimo detalle, deteniéndose una y otra vez, una y otra vez… Me ha sido imposible sustraerme de las imágenes.
No sé, siento cierta desazón o pena o melancolía o, por qué no gritarlo, rabia por no cumplirse con este poeta urbano aquello que algunos denominan “justicia poética”.
Resulta inevitable enamorarse de sus letras y no menos de su música. Su valía, su calidad era y es indiscutible.
Cuando lo escuchas sientes que no se parece a ningún otro, que es de una autenticidad desbordante, en definitiva, que es único. Quienes saben mucho de este oficio, certifico que no es mi caso, dicen que supera a Bob Dylan y a otros que todavía ruedan… No hace muchos años y gracias a la incesante búsqueda de un fan, recibió el reconocimiento y el calor de sus seguidores en varios conciertos, incluso recaló aquí en España, en Barcelona.
Solo eso, Rodríguez era un tipo normal capaz de escribir canciones excepcionales, rebosantes de poesía urbana, de magia, de una altura compositiva difícil de alcanzar, que te elevan hasta las estrellas y más allá… Y jamás hizo alarde o presumió de ello, ni siquiera se enriqueció gracias a su música. El mejor homenaje que podemos rendirle es escucharlo y septiembre, ahora que el verano sonríe lánguidamente y nos dice adiós cada tarde, parece un mes estupendo para hacerlo.
Isabel Pascual Cebrián. Profesora en el colegio Montessori