No es extraño el día que estás tomando tranquilamente el café
de media mañana en cualquier bar o cafetería, y que no te juntes
algún “listo” en la barra de bar, o popularmente conocidos como
“cuñados” cuando se acercan las fechas navideñas.
Esas personas, que independientemente de su género o sexo saben
de todo y los grandes problemas económicos, medio ambientales,
políticos, o jurídicos que sufrimos, los solucionan con un “si
fuera yo…” y evidentemente en 10 minutos.
Esos que el único deporte que practican es el levantamiento de
botella en barra fija, o maratón de chismorreo. Esos que hacen de
los rumores de otros, verdades absolutas e incuestionables. Esos
que el término crítica constructiva lo desconocen en su totalidad, y
dan opiniones no solicitadas con un “no te enfades, pero …”.
Estamos excesivamente acostumbrados a pensar que todas las
opiniones e ideas son igual de válidas o legítimas, y que amparados
por la libertad de expresión, podemos decir las mayores de las
barbaridades sin consecuencias, y sin que los demás nos puedan
contestar, porque claro si somos nosotros los ofendidos, entonces sí
que hablamos de “acoso” o “delitos contra el honor”.
Es más, casualmente las personas con las lenguas más mordaces,
suele presentar otra característica muy peculiar, y es que les
encanta pasearse por los juzgados, al más puro estilo de tertulianos
de Telecinco.
Algo en lo que suelo insistir por activa y por pasiva, es que la
libertad de expresión no es absoluta, y para ello utilizo la máxima
de “tu libertad y derechos terminan donde comienzan los de los demás”;
todo el mundo conoce que la libertad de expresión está reconocida
en la Constitución Española, incluso algunos conocen que es
uno de los Derechos Fundamentales que reconoce, pero casi todo el
mundo desconoce que la propia Constitución le pone un tope, razón
por la que no puedes insultar y ofender amparándote en la libertad
de expresión, en concreto nos dice que tiene su límite en el
respeto a los derechos de los demás y, especialmente, en
el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y
a la protección de la juventud y de la infancia.
Y esto, ¿qué significa? Muy sencillo, que en el momento en que tu
opinión, que en la mayoría de ocasiones no se te ha pedido, y que
en un alto porcentaje de ocasiones es un poquito mal intencionada,
ofende a otra persona por ser vejatoria, u ofensiva, ya no te encuentras
amparado por la “todo poderosa y absoluta” libertad de
expresión, sino que pueden demandarte por un delito de injurias,
o calumnias, incluso podrías recibir una carta del juzgado con un
encabezado de “delito de acoso”.
Por último, nuestra sociedad está muy preocupada por el acoso
escolar o popularmente conocido como bullying y ciberbullying, si
hablamos de su vertiente informática, pero no debemos de olvidar
que el acoso no finaliza cuando te entregan el carnet de conducir,
sino que los adultos lo ejercen de forma sistemática frente a sus
iguales. Aquel que dude de mis palabras, sólo tiene que darse una
vuelta por las redes sociales y leer alguno de los comentarios que
“haters” vierten con una falsa sensación de anonimato e inmunidad,
deseando la muerte, o insultando de una forma pavorosa a
desconocidos.
Como recomendación profesional os recuerdo que todo ello es
denunciable y yo personalmente si lo sufriera pondría solución,
y como recomendación personal os diría que no hagáis lo que no
queráis que os hagan, porque todos somos humanos y podemos tener
días en los que un comentario negativo nos hunda en las más
oscuras profundidades, de las cuales según tus circunstancias puede
ser muy difícil salir. La empatía y la consideración son dos cualidades
presentes en los seres humanos, ahora bien, todos aquellos
que las desconozcan y que se dediquen a hacer daño gratuitamente
a los demás, no creo que tengan una calificación más apropiada
que la de “animales”.