El camino de la vida, de vez en cuando, te invita a volver la
vista atrás para cerciorarte de que ya has recorrido un trecho
del mismo. Y entonces te ves, me veo muy lejos… de niña, mirada
franca, feliz, sorprendida ante un nuevo mundo por descubrir.
Alguien muy sabio dijo que la infancia guarda un tesoro único y
maravilloso y tanto es así que, estoy convencida, a muchos nos
hubiera encantado quedarnos a vivir en ella, en el nido de la infancia,
protegidos por el abrazo de la bondad y la inocencia de
las duras inclemencias de la edad. Quién no se acuerda de la
Navidad de aquellos tiernos años… Reconozco cierta nostalgia,
era especial, extraordinaria en todos los sentidos: los ojos de la
niñez no me permitían ver otro color que no fuese el del candor,
nada estropeaba la dulzura de esos momentos y el universo era
cálido. Quizás ahora, algo mayorcitos y descreídos, cuando ya
hemos tropezado unas cuantas veces y otras tantas nos hemos
levantado maltrechos, no somos capaces de vivir la Navidad con
la misma intensidad y pureza. Será que la bondad y la inocencia,
cual migajas, quedaron desperdigadas por la vereda. Será.
Por otro lado, el sentimiento religioso se ha ido transformando
de la mano de los tiempos. Cada vez son menos aquellos que viven
y sienten el significado real de la Navidad mientras, a la par,
crece el número de quienes traducen estas fechas por vacaciones,
desayunos, comidas y cenas opíparos, compras infinitas… Todo
ello, claro, bien aderezado con ruido, mucho ruido, el bullicio
suficiente que no nos deja abstraernos de la iluminada realidad
para concentrarnos en nuestro yo íntimo, ni siquiera aburrirnos
sin remordimientos. Y, entonces, en medio de la noche estrellada
mirar el cielo y vislumbrar el rastro del lucero más hermoso y
más brillante.

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