Sería allá por el año 1975 cuando un sábado a media tarde llegué
con mi madre a la Residencia Obispo Polanco de Teruel. Nos
habían citado para una operación rutinaria, poca cosa, una noche,
el domingo a casa y el lunes escuela. A don Ángel el médico se
le había acabado la paciencia con respecto a mí y al amigo Joaquinito.
“Os doy el volante, subís a Teruel, os quitan las anginas
y dejáis de dar faena. Por una tontería como esta no es menester
llamarme ni faltar a clase”.
Mis arrestos de héroe los había perdido un par de años antes
cuando en el cuarto de casa don Ángel operó de vegetaciones a mi
hermano junto a otros valientes, “ya que estamos en faena y son
de la misma quinta, pasar a buscar a fulano y se las quito también”.
Escondido bajo la mesa, aguardando turno, al sentir aquellas
palabras pude respirar tranquilo. Me había salvado, pero la
valentía del futuro cronista de la villa quedó para siempre allí escondida
a la espera de mi destino.
Media docena larga de afortunados, chicos y chicas de toda
provincia, llegamos aquel día a la residencia dispuestos a poner
fin a los males de garganta. Junto a nuestras madres aguardábamos
en un cuarto grande y frío, con unas cristaleras inmensas
por donde se colaba el sol del invierno turolense en forma de frío.
Se abrieron unas puertas enormes y vimos ante nosotros un nuevo
cuarto con una extraña silla en su centro, igualito a cualquier
decorado de las películas de Fu Manchú. “Pase el primero” dijo
el médico y perdí la ocasión de comportarme como un caballero.
Mientras nos mirábamos unos a otros una chica entró, las puertas
quedaron abiertas y asistimos atónitos a su operación, ni un
grito, ni una queja, ni una lágrima. Dejo el listón tan alto que aun
daba mas miedo ser el siguiente. Además, era tan guapa y simpática.
Al final nos dieron matarile a todos, salía uno y entraba otro, te
acompañaba tu madre motivándote como solo una madre de las
de antes sabía hacer, “mira esa chica como se ha portado, no vas
a ser tú menos, no te vas a dejar ganar, no me seas gabache, haz
lo que te digan, y ni chilles ni llores, no me hagas avergonzar ni
enfadar” .
Sentado, recostado, encajado en el sillón, “abre la boca”. El medico
colocaba unos hierros que impedían cerrarla, gritar y casi
respirar, el llorar estaba descartado y no sería por ganas, nadie lo
había hecho. Pin, pan,“¿las quieres ver?”. Evidentemente no quería,
pero aún las recuerdo, “mira” me dijo.
Despacharon a nuestras madres hasta la hora de acostarnos
y allí nos quedamos tratando de reponernos con una suculenta
merienda en torno a una mesa camilla y una estufa de resistencias
frente a una televisión que ninguno se atrevía a encender, las
cartas, el dominó, el parchís. Un vaso de leche fría con cola cao,
y un helado, ¡ostras Pedrin!, en pleno invierno, y en la cena más
helado. Era lo indicado tras la operación, para entonces ya habíamos
encendido la tele y veíamos el futbol, jugaba el At de Bilbao
que por aquellos días era el equipo de media España. Todos juntos
en una habitación pasamos la noche con nuestras madres al lado
durmiendo en una silla de cocina. Al día siguiente nos mandaron
de vuelta a casa como lo que éramos, auténticos héroes. Íbamos
sin duda para toreros. Teníamos tanto que contar. Y nuestra familia
tanto que presumir.
Hoy en día también se presume de lo bien que se portan hijos y
nietos: “No han podido con él, dos enfermeras y el médico. Han tenido
que llamar al celador, no ha parado de darles patadas, será
un gran futbolista, puñetazos a mansalva y hasta les ha escupido,
¿tú te crees?, no sabían qué hacer con él, cómo sujetarlo. Al final
la pobre criatura se ha hartado y les ha dicho de todo. A ti te dejan
entrar, pero no te puedes acercar, ya que saben tanto que espabilen,
para eso les pagan, una pérdida de tiempo, ni le han mirado el
oído, lo peor de todo el mal rato que le han hecho pasar al pobre”.

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