De vez en cuando la recuerdo colgada del barrón
de un viejo arado romano de alguno de mis
abuelos sobre el ladrillo de la pared del corral
de Miércoles al cielo raso. Siempre pienso lo
mismo, ahí está bien, es como un cuadro. Verde
titanlux pintada con un resto que sobró de la
última vez que le dimos una mano a las portaladas.
Enruminada luce magnifica, cual imperial,
las ruedas hechas trizas, las silgas de los frenos
saltadas, el sillín caído. Ve pasar el tiempo como
esperando otra oportunidad. Atada con una negra
cuerda de alpaca del Gato parece resistirlo
todo. En su día la bici era blanca, allá por los
setenta y yo un niño sin recuerdos que tan solo
quería aprender junto a su hermano mayor.
Fue uno de esos regalos que nunca se olvidan.
Se sintió llegar el camión de Mantisa a la puerta
de casa ya de noche, un frío día de invierno víspera
de Navidad, mi madre había acompañado
a Zaragoza a mi
padre y nosotros
estábamos con los
abuelos. “Salir a
ver. Jopar a la calle”.
Mi padre bajó
el portón trasero
de la Avia y sobre
los sacos de pienso
se adivinaba
que había algo inesperado.
Relucía
como las estrellas
anunciadoras del
hielo nuestra primera
bicicleta,
una BH.
Vivo ahora los crueles días de otro San Roque
en medio de la pandemia (“Solo es un anticipo
del drama que se prepara, porque de drama se
trata”) que me devuelven a esa realidad de la
que huyo y me recuerdan mi existencia y el deber
de tirar para adelante. Debí quedarme en
el sofá, con un café con hielo tocado de cazalla
viendo “Johnny Guitar” vieja cinta de vaqueros,
en un improvisado Ideal Cinema. Recordé la
bici y decidí levantarme, salir a verla.
Ante mi asombro, del ladrillo de la pared del
corral al cielo raso no colgaba ninguna bici. Me
cuesta creer lo que veo, el cielo se ha oscurecido
de repente cayendo cuatro gotas que me devuelven
a la vida. Empieza a refrescar cuando siento
un frío terrible como en aquellas ocasiones en
las que algún muerto de la familia se me aparece
y pienso viene para llevarme. Me fijo y es mi
padre, por primera vez.
“Ya hace años que traje un contenedor para
hacer limpieza, tirar a cáscala todo hasta el copón
bendito, pegarle fuego, para qué hostias
quieres guardar nada, zafrán viejo, zarrios,
había más que el copón por todos lados, se nos
iban a comer, iba arder hasta el Santo Cristo. Y
si no lo tiraba yo todo a cáscala, vosotros ande
ibais a ir si ya no sabéis las trochas. La bici la
tire también, es lo que más me jodió, porque con
ella os enseñé. Todo pardina, todo da pena, se
acabó, no cale darle más vueltas, ya no os puedo
enseñar nada. Tan solo pensé en dejar el barrón
para colgar el arado de los abuelos, será más
fácil que un día necesitéis echar mano de él que
de una bici hubiendo tantas”.
Le doy las gracias
mientras lo escudriño
a él y al arado.
Pienso en echar un
¡Viva San Roque!,
pero no viene a
cuento.
Va mudado, con
una ropa distinta a
la que vestía cuando
se lo llevaron. Charramos
hasta que
me llaman y decido
entrar de nuevo a
casa: “Menos mal
que no hay fiestas, y
no tenéis que ir a la plaza de toros, sería mejor
ir a segar”.
A mi padre, con todo el tiempo del mundo, lo
veo quedarse atrás, no le digo nada, no me sigue,
ya vendrá cuando quiera, mientras le siento
decir. “Joder qué poda más buena tiene la
higuera, qué putas las ha debido pasar este invierno,
¡quién fuera higuera!, se ha helado, pero
no se ha muerto, ¡qué suerte! No como yo; yo no
quería morirme pero me llevaron. Qué rechizos,
qué buena es esta tierra. Nosotros allí en la Cañadilla
todos los días son San Roque, no tenemos
queja de nada. Igual paso luego por casa y
me llevo el hábito del Nazareno que me dejé, el
viejo, ese que ninguno sabéis dónde está y crees
perdido. Hay mudanza, va a refrescar, a la noche
no salgáis sin chaqueta”.