El pasado 28 de abril, España vivió un apagón eléctrico sin precedentes que dejó a millones de personas desconectadas, literalmente. Semáforos apagados, estaciones de tren paralizadas, comercios a oscuras e inoperativos, cajeros fuera de servicio, millones y millones de historias de incertidumbre en cada uno de los hogares del país. Bastaron unas horas de oscuridad para mostrarnos hasta qué punto nuestra vida cotidiana, y con ella la economía entera, está construida sobre una red eléctrica que damos por sentada y que no nos planteamos que pueda fallar. En una sociedad donde recurrimos impulsivamente a consultar las redes sociales para estar informados al instante de cualquier noticia, donde nos comunicamos de manera inmediata con cualquier persona que esté en cualquier parte del mundo, muchos tuvimos que conformarnos con el viejo transistor de radio para poder estar informados de lo que estaba ocurriendo. Ante este caos hubo quien arrasó los lineales de los supermercados rememorando los tiempos de pandemia, mientras que otros prefirieron aprovechar el tiempo echándose la siesta, leyendo un libro o dando un paseo. Las pérdidas económicas son evidentes: el parón en el comercio minorista, las interrupciones en las cadenas logísticas, la imposibilidad de realizar pagos electrónicos y la inactividad de miles de empresas que dependen del teletrabajo. En una economía donde lo digital reina, quedarse sin electricidad es sinónimo de paralización. ¿Qué clase de sistema hemos construido si todo colapsa por una interrupción energética? Dependemos de la electricidad para comunicarnos, para trabajar, para transportarnos, para abastecernos de bienes básicos. Las infraestructuras críticas —hospitales, servicios de emergencia, redes de datos— también están atadas a este suministro frágil. Nuestra autonomía tecnológica es, en realidad, una ilusión sostenida por el buen funcionamiento de una red que puede fallar en cualquier momento. Un aviso de que, mientras diseñamos ciudades inteligentes y soñamos con el metaverso, seguimos sin resolver lo esencial: cómo asegurar un suministro eléctrico resistente, justo y sostenible. Necesitamos inversiones en infraestructuras más robustas, pero también un cambio cultural que nos prepare para estas disrupciones. El apagón del 28 de abril nos dejó sin luz, pero también sin excusas. No podemos permitirnos ignorar la fragilidad del sistema que hemos construido. Porque cuando todo se apaga, lo que realmente queda al descubierto es la necesidad urgente de repensar nuestra forma de vivir, producir y organizarnos.

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