
Esclavos de nuestras palabras, lo somos. Me refiero a un caso
actual, el de una actriz española muy laureada y nominada a un
Óscar hollywoodiense por su papel protagonista. Nos ha sorprendido
en presentaciones glamurosas, apabullantes promociones
de su película y felicitaciones intergalácticas y en esas imágenes,
si la observamos con detenimiento, parece recién emergida de las
aguas envuelta en delicados tules como una Afrodita nacarada,
muy bella.
Estos días, cuando suenan los timbales percutidos de los Premios
Óscar, tras desvelarse unos desafortunados tuits escritos
por esta actriz hace cinco años, en los que con la excesiva verborrea
que la caracteriza califica sin consideración y miramiento
alguno a personas y colectivos, los reproches y vituperios contra
ella se han desbordado con tal rapidez que, al igual que las hienas
devoran hilarantes a su presa sin piedad, los medios ya la han
castigado inmisericordes.La gran mayoría de aquellas manos
amigas se han convertido en sus mejores enemigos. Dicen que el
entorno de la película por ella protagonizada le ha dado la espalda,
mejor dicho, la ignora como si no existiera.
No acudió a los últimos Premios Goya, aunque su alargada
sombra estuvo muy presente, y, por supuesto, ya no goza de la
más mínima posibilidad de rozar el Óscar a la Mejor Actriz.
Ahora, en sus horas bajas, nadie la conoce, nadie recuerda
su magnífica interpretación de Emilia. Ella ha optado por pedir
perdón y, en segundo lugar, por guardar silencio y dejar que la
película hable en su nombre.
Estoy convencida de que alguien que la quiere bien la ha aconsejado
en este sentido. Cómo se puede encumbrar el Olimpo del
cine para poco después descender hasta la soledad más abisal.
¿Dónde quedó el respeto a su trabajo, el que a ella se le exige, del
director del film? ¿A dónde fue la admiración de sus compañeros
de rodaje y todos aquellos que la buscaban para compartir una
foto?
My good, qué bien contoneamos nuestras caderas al ritmo del
merengue que otros tocan: conviene no dar un giro o paso equivocado.
Si pudiese escucharme, le diría que siga adelante, que se levante
de esta caída y camine firme hacia donde ella desee y la lleven
sus pasos. Ayer adorada y hoy ignorada, que no le importe, que
siga riendo: nunca fue Afrodita, aunque se lo susurrasen al oído,
ni ella pretendió serlo. Una mujer, solo una mujer.