
Aquí y ahora, frente al horizonte del mar, cuando el cálido aroma del levante roza mi piel y los destellos del sol atraviesan de oro las nubes, siento que el vasto Mediterráneo cabe en mi pecho. El mar arrastra un halo de eternidad en su serpenteo, va y viene, seduce y abandona como un amante. Cada vez que lo visito, él me parece el de siempre, inmutable, en cambio, yo ya no soy la de antes. Verano tras verano, mientras coloco cuidadosamente la toalla que marca mi feudo particular, pienso que es otra persona la que está pisando la misma arena.
A lo lejos escucho el son de una letra que me ha conmovido desde niña, qué no daría yo. A su compás también bailan las olas por bulerías. Y entonces, sin poder ni querer evitarlo, me habla la dulce nostalgia. Todos guardamos en el baúl de la memoria canciones, letrillas o versos que nos llevan a lugares donde fuimos muy felices. En esos momentos no sabíamos que jamás volveríamos a serlo con esa intensidad. No necesito nada más, me digo: el crepúsculo sobre la llanura azul, el suave rumor de las olas que me besan con ternura para, enseguida, alejarse y la canción, ay, la canción… Si los dioses me lo permitieran, encerraría este instante, común y a la vez extraordinario, en una cajita aterciopelada que llamaría “felicidad” y la abriría en los días de tristeza y desencanto.
Ojalá aprendiésemos a reconocer los tiempos dichosos. La premura por exprimir el presente no nos permite disfrutarlos plenamente, tanto es así que vivimos el hoy azuzados por el aguijón del mañana. Pero ahora no. Y oyendo el ruido del mar, y oyendo el ruido del mar, dice la melodía y yo cierro los ojos.
