UN LUGAR EN EL SOL
Isabel Pascual
Estos días, distraída por las calles de mi ciudad, el ritmo de los tambores me sacude hasta lo más profundo. Creyentes y no creyentes, todos sentimos cómo las arenas movedizas de nuestro interior se quiebran al oír el grave sonido de los bombos golpeados por las mazas. Esos acordes unísonos nos hacen temblar, mejor dicho, estremecen el mismo centro de la tierra que retumba bajo nuestros pies. A su vez, los timbales dialogan entre sí con estallidos brillantes, se queja el uno y se compadece el otro, para finalmente dejar sentenciar a los orondos tambores.
Y es entonces cuando se produce el milagro y aparece en escena la Dolorosa, Mater amantísima, que sale de San Cayetano mecida con suavidad al vaivén de sus portadores y enfrente vemos a Jesús, su Hijo, camino del Calvario y con la Cruz a cuestas, mientras se acerca resignado en su aceptación del dolor pues sabe de su destino.
Ambos se aproximan susurrándose caricias y, al instante, se alejan iluminados por el amor más puro y más grande, el de una Madre que padece ante el sufrimiento irremediable de su Hijo y nada puede hacer… El Encuentro. Y así, en medio del éxtasis de esta representación, entran las agudas cornetas balanceando con sus armonías los latidos de las imágenes sacras.
Continúa el milagro de la primavera. Tal y como está escrito, el Viernes Jesús morirá, “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, pero el Domingo regresará a la luz de la tierra, “y que al tercer día resucitó conforme a las Escrituras”.
Los pasos de Semana Santa me arrastran con ellos en volandas y, en esos momentos, me invade una íntima e indescifrable sensación de felicidad.