UN LUGAR EN EL SOL
Isabel Pascual
En el día del esperado cónclave, el orbe católico espera la fumata blanca como un milagro anunciado. Y dicho acontecimiento, de primer nivel, me ha llevado a cierta reflexión.
El papa Francisco, no cabe duda alguna, fue un pastor humilde. El día del funeral me mantuve amarrada a unas imágenes que mostraban paulatim y de forma protocolaria, casi mágica, cómo se despedía a un simple hombre, sencillo y austero. Me pareció asistir al Vía Crucis.
Al margen del credo de cada uno, debo reconocerle un mérito particular. Asumo que no he seguido la trayectoria del Sumo Pontífice a lo largo de sus doce años en el Vaticano, pero aun así soy algo conocedora de su buen hacer. Me gustaría subrayar algunos trazos indicativos de un carácter abierto y una escucha activa. Por ejemplo, el acercamiento a los olvidados del mundo, los llamados descartados, a los que siempre tuvo presentes en sus homilías. Parece ser que dejó bien detalladas las exequias del día de su postrero adiós. Y sí, entre otros deseos, pidió que un buen número de refugiados, transexuales y presos, queridos amigos suyos, ocuparan un lugar privilegiado en las escaleras de Santa María Maggiore, cada uno portaba una rosa blanca en la mano, y consumaran con hechos las palabras de Jesús en San Mateo 20: “Los últimos serán los primeros”.
De alguna manera, Bergoglio se me antoja la encarnación del evangelio. En los tiempos que vivimos, rebosantes de conflictos que nos avergüenzan día a día, no encuentro una figura mundial, hombre o mujer, que con su carisma, inteligencia y autoridad moral haya trabajado tanto y tan bien para legar un mundo mejor. Stricto sensu, un hombre bueno. Franciscus. Requiescat in pace.