
ANTONIO ABAD | OPINIÓN
Concejal del Ayto. de Calamocha
Cuando escriba «peña» a cada uno de nosotros nos vendrá una cosa a la cabeza: un lugar, un olor, una imagen, unas personas… y como un mismo río en el que nadie puede bañarse dos veces -porque ni el río ni la persona son los mismos-, las peñas están en cambio constante. Nada permanece igual. Cambia el local, cambia el grupo… cambiamos nosotros. Pero ‘la peña’, ese río, ese espíritu, sigue. Independientemente de todo lo demás. La peña se convierte en nuestro espacio para el arraigo, nuestro refugio elegido.
Muchas nacen de bien jóvenes para dar unos primeros pasos en fiestas y año tras año acaban sumando capas hasta convertirse en un “ser” con vida propia. En una época líquida y llena de incertidumbres, es un ancla firme, un lugar al que siempre volver.
Allí se cuece la vida que acaba llenando nuestros pueblos: a veces unos días, otras, casi todo el año. Lugares donde somos bienvenidos y a los que sabemos que siempre podemos acudir. Siempre habrá alguna novedad, alguna noticia. O no, y simplemente nos sentaremos a charrar, a tomar algo junto a la estufa, estar cerca y escucharnos. Pueden ser espacios políticamente incorrectos o perfectamente pulcros, donde hablar de cualquier cosa y tomar las más variadas y locas decisiones que, en ocasiones, marcarán el resto de nuestras vidas.
Y pese a todas sus transformaciones, para las peñas, las fiestas siguen siendo el momento cumbre del año: semanas de preparación que habrán merecido la pena solo por tener esos tres o cuatro días de evasión y victoria porque todo el mundo deja aparte sus agendas y rutinas y saca tiempo de donde sea para fundirse con amigos, familia y vecinos.
Ante la pérdida de masa en los pueblos o la desaparición de otros espacios de asociación, las peñas se han convertido en puntales de nuestras pequeñas sociedades, capaces de un sinfín de inversiones y economías con la excusa de la pura amistad.
Reductos para la autoorganización, las peñas tienen mucho que ofrecer como escuelas de comunidad y de arraigo, para valorar quiénes somos, de dónde venimos y en qué nos hemos convertido, lugares necesarios para no perder ni las raíces, ni la perspectiva ni el contacto con los nuestros.
Y como aquel río que nunca es el mismo pero siempre sigue su curso, las peñas fluyen, se transforman y nos transforman. Ni nosotros seremos los mismos, ni ellas lo serán. Pero ahí estarán, torrentes vivos de amistad y pertenencia, recordándonos que aunque todo cambie, hay sitios a los que siempre merece la pena regresar. Y mientras sigan fluyendo, seguirán abonando y dando vida a nuestros pueblos, manteniendo vivo ese espíritu incontenible y que desborda.
¡Vivan las peñas! ¡Viva San Roque!
