
Mes séptimo, según el antiguo calendario romano, pero algo desajustado si nos atenemos a su orden actual.
Con él comenzará una estación muy esperada, el otoño, tras el tórrido y devastador verano que hemos sufrido este año. A lo largo de demasiadas semanas asistimos apenados e impotentes a la visión de un paisaje quemado y herido, atravesado por unas cicatrices que durante mucho tiempo nos van a recordar que allí hubo vida y esplendor.
Lamentablemente, todo pasa y esa pena y esa impotencia también van cayendo en un liviano olvido.
Siempre he encontrado en el otoño un atractivo singular, quizás por esos atardeceres diferentes, menos luminosos que los estivales, más intensos y llenos de contrastes.
Y ahí, en medio de ese ocaso estelar, observo por casualidad la silueta de una incipiente Luna y su etérea figura, diosa sobre un carro tirado por dos caballos blancos alados, me lleva a otras imágenes ancestrales.
Creo ver a Selene descender de puntillas hasta la Tierra para, poco a poco, derramar su luz pálida sobre los mortales. Deja atrás la estela de su hermano, el dorado Helios, el Sol, y precede a su hermana, la radiante Eos, la Aurora.
Mientras tanto, un pastor llamado Endimión duerme en el monte Latmos ajeno a todo, ensimismado en su soledad. Selene, que admira su bellísimo cuerpo desnudo, se enamora profundamente de él.
Cuenta el mito que cada noche lo visita y yacen juntos. El padre Zeus le concede el sueño perpetuo y la inmortalidad para que ambos puedan amarse in aeternum.
Esta noche, como tantas otras, Selene baja y busca apasionada a su amado. Solo se ausentará durante la luna nueva, cuando no se ve… Así lo describe el romántico inglés John Keats en su largo poema Endymion. Qué belleza, otra luna de septiembre.
